Destrozarse y sobrevivir a tí misma. Destrozarse y seguir. Anoche no dormí nada, centrada en las páginas de un libro viejo, que encontré por ahí tirado, en uno de mis cajones; releyendo sin cesar una de las frases que se encontraban en la página número trescientos ochentainueve.
"Amarte es como morir. Pero dejarte marchar sería enterrarme viva"
Esas diez palabras, separadas por un miserable y grueso punto, parecían haber pulsado un botón dentro de mi mente, y fue como volver a un año atrás.
Tumbada sobre la cama, enterrando las uñas largas y pintadas de negro en las sábanas, desgarrándolas frustradamente, como si me arrancase la piel, apretando los dientes, porque era de las pocas formas que tenía de no gritar.
Amar. Amarle era como volverme loca. Era como infringirme yo misma el mayor de los castigos. Porque él me menospreciaba y me culpaba de cosas que yo no entendía, pero yo asumía la culpa plenamente, segura de que era cierto; segura de que yo merecía el insulto que me había dicho horas atrás.
No sé si eso que dicen que el amor vuelve idiota es cierto; pero si sé que te deja ciego, y más aún, que te convierte en un auténtico masoquista. Yo le quería, y no veía el horror que causaba al rededor de mí por ese tonto sentimiento. Sólo importaba las consecuencias que habría en él y en mí. Yo le quería, y no veía el horror de mi cuerpo, más delgado por la falta de comida, más pálido, más herido. Demacrado por los intensos arañazos que me daba por las noches en las que él, había vuelto a ser brusco y había vuelto a darme miedo.
Así que me enterraba en las sábanas, escuchando siempre la misma canción, que me recordaba a él - porque era como si le hablase a él, aquella voz de mujer, acompañada de una suave guitarra. Y por cada nota tenue del instrumento me encorvaba más en mi lamento, convirtiéndome en una bolita , enredada en sábanas rotas. Gemía adolorida porque era como si me arrancasen algo del pecho. Gemía adolorida porque cada caricia me quemaba. Gemía adolorida porque deseaba ser fuerte, pero era una cobarde, y me escondía cruelmente bajo una máscarade indiferencia cuando nos cruzábamos en un pasillo.
Cuando la mujer de la canción preguntaba si habría alguna posibilidad de ser feliz, yo contenía un grito, y al saber que pronto se abriría paso por mi garganta, enterraba la cara en la almohada, y lo dejaba salir, apretandom mis manos en mi cabello, lastimando y llorando, porque le quería.
Y le quería más que a mi vida. Más que a nada.
Y lo demás, daba igual.
Aun así, llorar desconsolada, arañandome y odiandome, era una cosa con la que aprendí a convivir, proque si no me castigaba yo misma, sabía que lo haría él, con palabras hirientes y miradas frías, que congelarían mi alma, pero no por ello congelaría ese sentimiento, que me carcomía las entrañas, el pecho y la cordura.
No sé cómo, corté el problema de raíz. Una mañana me decidí a no volver a hacer aquella barbaridad masoquista, y lo eché de mi vida, sin piedad ni miramientos, esperando convertirme en la mujer orgullosa que realmente era. Pero, ¿dónde quedaba el orgullo después del acto que hice? Me había dejado avasallar, dominar y ultrajar, por él, y por mí misma, en un bucle infinitos de dolor y angustia, que me prometían amor y respeto.
Busqué el orgullo en otras camas, y lo perdí todavía más.
Y ahora me he dado cuenta de una cosa. Una cosa tan simple, pero tan devastadora, que ha cambiado mi mundo, de nuevo.
El orgullo se pierde, pero no se recupera; se vuelve a hacer.
Así que, alzando la barbilla orgullosa, y caminando mirando al frente, me he abierto paso entre la gente que me rodea esta mañana, en uno de los pasillos demasiados cargados de hormonas; y me he sentido bien. Me he sentido digna de mí misma, y no he podido evitar sonreír.
Porque él no estaba al principio del pasillo para mirarme, y no necesitaba tenerle a él para tener dignidad.